Friday, December 08, 2006
La Ley Natural y los Diez Mandamientos
En la sociedad hedonista y ácrata en la que nos ha tocado vivir se suele presentar el Cristianismo y sus normas de vida como limitaciones o mutilaciones de los Derechos Humanos, que coartan la libertad individual y colectiva y con ello amargan la vida de los ciudadanos.
(artículo de José María Macarulla).
En efecto, hay personas que piensan que los 10 Mandamientos de la Ley de Dios y todas las prescripciones de la Iglesia son limitaciones más o menos arbitrarias a la libertad personal; en otras palabras, que seríamos más felices y nos sentiríamos más realizados si prescindiésemos de todas esas leyes. ¿Para qué ir a Misa los domingos? O ¿por qué hay que guardar la vista ante la pornografía de la tele, la calle o las playas?¿ O acaso es malo que perdamos el tiempo en el trabajo o gastemos alegremente los bienes que son de la colectividad?
Si meditamos en todos los preceptos cristianos y a la vez estudiamos con sentido ecológico la biología humana, llegaremos fácilmente a una conclusión trascendental que trataré de desarrollar a continuación: "La Ley de Dios no es más que la explicitación pormenorizada y sapientísima de la Ley Natural". Dicho en otras palabras: Los Mandamientos explican y hacen accesibles a todos los hombres, de cualquier cultura y cualquier época, aquellos preceptos que ya tenemos escritos en la propia conciencia y son inherentes a la naturaleza humana.
Veámoslo con cierto detalle. Los dos primeros mandamientos “No tendrás otro Dios fuera de Mí” y “No tomarás el santo Nombre de Dios en vano” se refieren a la relación natural de la criatura con su Creador. Nos invitan a recordar cuánto debemos en exclusiva a nuestro Padre del Cielo (la vida, la salud, los bienes de la tierra,...). De paso, nos evitan eficazmente el perdernos en un bosque de supersticiones y malos augurios que nos harían pusilánimes, amargados y desgraciados como suelen ser los que, a falta de fe en Dios, siguen a pies juntillas los arbitrarios horóscopos o bien blasfeman con frivolidad de todo lo santo y sagrado.
El tercero “Santificarás las fiestas” nos exige levantar periódicamente el corazón al cielo, cambiar de actividad, ofreciendo a Dios nuestras labores y nuestras oraciones, y nos recuerda de paso que se es más feliz y eficaz imprimiendo un ritmo y periodicidad en el trabajo y en el descanso. Nuestro organismo rinde más cuando se respeta que cuando se omite ese ritmo.
Los Mandamientos rigen las relaciones humanas
En el cuarto mandamiento ya se entra de lleno en las interrelaciones sociales. “Honrarás padre y madre” supone y obliga a una profunda e íntima cohesión familiar. Fijémonos, por ejemplo, en la palabra honrar. ¿Se puede señalar de modo más breve, ilustrativo y completo el deber del hijo para con sus padres? De niño honrar significará obedecer, de mayorcito respetar y atender y, cuando los padres envejezcan, proteger o alimentar, según convenga en cada caso. Este mismo mandamiento incluye los deberes inversos (de los padres hacia los hijos), de los ciudadanos con las legítimas autoridades y de éstas con los ciudadanos. ¡Qué bien marcharía la sociedad si todos honrásemos a las autoridades y buscásemos, por encima de nuestros caprichos personales, el bien común! El mundo entero - familia de familias - sería próspero y feliz si se guardase con esmero el cuarto mandamiento.
El quinto "No matarás" incluye, no sólo el matar físicamente a los adultos, sino también a los niños de cualquier edad (abortos, DIU, píldora del día siguiente, trasiego y manoseo de embriones, etc.,....) y a los ancianos o enfermos (eutanasia). El no respetarlo conlleva a la rápida decadencia de la sociedad civil. ¡Cuando un hombre puede decidir si otro ser humano merece o no seguir viviendo estamos asistiendo a la más cruel, arbitraria y monstruosa de las tiranías!
Este mandamiento también prohibe el suicidio, la drogadicción, el alcoholismo, las huelgas de hambre, la conducción temeraria de vehículos, etc.,.... Es decir, todo lo que perjudique seriamente a la salud o a la integridad propia o ajena. El respeto a la vida es el primero de los derechos y deberes humanos. La cultura de la muerte no es cultura: es degradación y un infierno para todos. ¡Con que severidad castiga la Naturaleza a las madres que voluntariamente deciden abortar a su bebé! Dicen los ginecólogos que es muchísimo más fácil arrancarlo de su útero que de su mente.
Moral sexual
El sexto formulado como "No fornicarás" o "No cometerás acciones impuras" garantiza la limpieza de alma y cuerpo para cumplir con elegancia y honestidad los deberes relacionados con la conservación de la especie. ¿Qué sería de nosotros si, debido a una difusa promiscuidad sexual, no supiéramos quién es nuestro padre o hubiésemos sido engendrados por adolescentes frívolos, fuera del matrimonio?
Fijémonos bien que, a pesar de la relajación imperante, el llamarle a uno "hijo de prostituta" sigue siendo el peor de los insultos. A nadie nos gustaría que nuestra madre, hermana o hija llevase con propiedad este epíteto (pido perdón y rezo por todas aquellas personas desdichadas a las que la vida perversamente les ha empujado hacia esta profesión, no por vieja menos triste y degradante). El incumplimiento de este mandato lleva aparejadas mil enfermedades infecciosas, entre ellas la sífilis y el SIDA.
También la búsqueda artificiosa del placer sexual sin el compromiso generador (preservativos, píldora, onanismo, homosexualidad y otras aberraciones) prostituye a la mujer y al hombre y puede rebajar la dignidad de los cónyuges, aún dentro del matrimonio.
La propiedad y el honor
El séptimo "No hurtarás" establece de modo universal el derecho de propiedad. Cuando una sociedad lo ignora, limita tiránicamente o suprime (véase: comunismo o socialismo salvaje) cae en la mayor de las miserias, incluso económicas. Todos hacemos fructificar la tierra si el fruto de nuestro trabajo nos pertenece y lo podemos administrar con libertad. Si se prodigase el parasitismo o la rapiña se perdería de inmediato el aliciente para producir bienes y la sociedad moriría de hambre y dejadez. También la obligación de restituir para ser perdonado limita, a las personas conscientes, las tentaciones de robar a la menor ocasión.
Además, el ladrón despierta poquísimas simpatías. Cuando en un colectivo se detecta la existencia de un ratero, desaparece la paz y la confianza mutuas y al descubrirlo todo el mundo se aparta del culpable como de un apestado.
¿Quién ve con buenos ojos a los pirómanos que incendian los bosques, dañando a veces irreversiblemente el entorno, la habitabilidad, el clima y a los semejantes? ¿Y las huelgas, más o menos salvajes, que perjudican, aniquilando el tiempo o destruyendo bienes, a miles de personas inocentes y ajenas a sus reivindicaciones? De todo esto y mucho más se ocupa el séptimo mandamiento.
El octavo "No levantarás falso testimonio, ni mentirás" garantiza la honestidad y la honradez en las relaciones humanas. Al embustero, calumniador o difamador se le considera poco digno de afecto y consideración. Cuando alguien no mantiene su palabra dada ¡cómo cuesta confiar en él en transacciones futuras! Aquí debemos hacer hincapié en la obligación de restituir el honor robado o mancillado, tanto o más que los bienes materiales usurpados.
Recapitulación global
Cualquiera de los puntos aquí esbozados es susceptible de múltiples, variadas y fecundas ampliaciones prácticas. Y por último, los mandamientos noveno y décimo aluden a los deseos desordenados. "No desearás la mujer de tu prójimo" o bien "No consentirás en pensamientos o deseos impuros"(9º) y "No codiciarás los bienes ajenos" (10º) tutelan la felicidad y la estabilidad familiar y social. Si se practicasen desaparecerían de un plumazo las infidelidades y los desdichados divorcios que arruinan la convivencia, destrozan a los hijos y se evitarían las envidias que amargan a tantas personas. Los hombres sólo podemos castigar a un semejante por sus palabras o sus hechos delictivos. En cambio Dios, como conoce nuestros pensamientos, sabe que estos hechos no son más que el resultado de ejecutar aquellos pensamientos o deseos y así actúa en consecuencia, cortando el mal antes de su proyección destructora sobre la sociedad.
En resumen, si un tren, al discurrir sobre la vía, pudiese razonar que ésta constituye una cárcel que aherroja su libertad y le impide saltar y brincar por los campos a su albedrío, no sería ni justo ni objetivo. En cambio, si pensase que la vía es el camino fácil, directo y seguro que lo guiará y dirigirá felizmente hacia su objetivo, estaría en lo cierto. En esta alegoría, el hombre es el tren y los mandamientos la vía. El destino final es el Cielo.
José Mª Macarulla.
Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular de la UPV